Viaje al centro de la Tierra: Viralizar la exploración interior y explorar lo viral en tiempos de kairós

Ciertamente vivimos, aunque de formas diferenciadas, una suerte de kairós, a menudo llamado “crisis” con un tono alarmante. Kairós, antiguo dios griego, se distingue de Cronos en que sus poderes hacen alusión a un tiempo cualitativo, imposible de contener en la fragmentación y sucesión cronológica donde nos acostumbramos alojar. Vivir en kairós significa habitar la incertidumbre, allí lo viejo no perece y lo nuevo no ha nacido. Se trata de experimentar eones enteros revueltos en un instante. Cronos suele aparecer como una fuerza avasallante, inevitable, al punto que lo solemos convertir en destino: “debía suceder”. Pero la hiperbolización de Cronos no es nada distinto al engañoso efecto producido por la obliteración cotidiana de Kairós. A fin de cuentas, desde la inmensidad del coliseo romano quién iba a pensar que el imperio no era eterno.

Al habitar el kairós experimentamos un momento sublime. Las categorías del entendimiento intentan capturar, sin éxito, aquello que acontece. No basta un nombre, pero tampoco un saber ni una sola sensación. Todo transcurre como si n vidas vivieran la vida propia,… Y así es. ¿Crisis sanitaria, crisis ecológica, crisis capitalista? Sí y no, eso y mucho más: kairós. De ahí que no necesitemos tecnócratas instruidos o gobernantes iluminados, sino panales u hormigueros de médicos, veterinarios, biólogos, teólogos y chamanes. Kairós, como momento de la experimentación que experimenta de formas desiguales con nos/otros, con lo que hay en nosotros, exige afinar la atención, un poco a la manera del Buda meditativo que, en medio de la vorágine ontológica, encuentra paz. Porque kairós es caos, pero también armonía.

Sin embargo, no se trata de descalzarse y cerrar los ojos en la tranquilidad de nuestro aislado departamento, ya que el Buda, el “iluminado”, puede ser cualquier homeless urbano, selvático, marino o rural.  De hecho, a menudo la pobreza económica se ha identificado con la riqueza de espíritu, y también de virus y bacterias. Aquella atención puede exigir quietud o aceleración cinéticas: dime cuál es tu cuerpo y te diré qué política necesitas. El objetivo es acometer desplazamientos en intensidad y no en mera extensión. ¿Qué forma más hábil tendríamos de esquivar cada autoridad, cada voz teorética, por muy práctica que se presente, en tiempos en que los ejércitos de expertos, o legos devenidos expertos, quieren ver el rostro de Cronos en Kairós a través de una crisis incesantemente adjetivada?

Ahora bien, no en virtud de la desapropiación constitutiva de kairós este tiempo presente/ausente, fantasmagórico, deja de ser asimismo crisis. Kairós, como los sofistas ya afirmaban en su época, la cual no deja de ser nuestra, también es el “momento oportuno”. No se medita para alcanzar un nirvana extra-terrestre parecido a un sencillo “morir en paz”, a la manera de los últimos hombres sobre la Tierra, que suelen ser los mismos que fantasean con terraformar Marte y patentar la píldora de la vida eterna, sino con el fin sin teleología de organizar las fuerzas y componer los cuerpos. Kairós puede ser aterrador, pero también fuente inagotable de alegría o esperanza sin espera. No obstante, todo depende del lugar en el que nos encontremos. En el horizonte entonces sobresale una precaución: Buda no quiere huir de su cuerpo hacia un lugar sin lugar y un tiempo uniforme, homogéneo, sino localizar(se) (en) las fuerzas que lo recorren y desbordan, allí donde esté, sea cruzado de piernas sobre la alfombra mágica o pedaleando como domiciliario expuesto a las inclemencias del tiempo, es decir, a la contaminación de los cuerpos que para él o ella no podrán llamarse nunca “ajenos”.       

Te propongo, así, sin más, un viaje al centro de la Tierra allí donde te encuentres,… En tiempos de kairós.

Margarita Porete, mística beguina de finales del siglo XIII, fue asesinada por la Iglesia Católica tras haber hecho un viaje al centro de la Tierra, o luego de percatarse, afectivamente, de que el verdadero mensaje de Cristo no es otro que el de la mundanidad de Dios. Porete descubrió, a través de sus prácticas cotidianas, que todo lo existente, cualquier ente, humano o no, es expresión de una misma substancia divina, de una misma fuente de vida. La vida eterna siempre ha estado “bajo nuestros pies”, Dios ha sido el nombre imperfecto para esa energía común, inagotable, que se expresa infinitamente de diversos modos, en diversos cuerpos. Primera ley de la termodinámica. Nuestra muerte es la vida de otros, es expresión del devenir de una Vida sin nombre ni finalidad, pero perfecta, armónica en su andar. El Buda y los viajes chamánicos lo confirman: somos el fluir del agua, el águila sobrevolando y el jaguar acechando. La vitalidad, la potencia de nuestros cuerpos es solo una cantidad intensiva de la energía infinita de Dios, que en Porete vendría a ser lo mismo que decir “Tierra”.

Substancialmente hablando, todos los existentes, trátese de máquinas, humanos, cristales, virus, hongos o bacterias, somos expresión de un mismo impulso vital. La Tierra, esa Diosa de Porete, es a la vez caos y cosmos, orden y desorden. Nuestro viaje al centro de la Tierra nos permite percibir sus múltiples estratos infinitesimalmente organizados, pero también su necesaria esquizofrenia que todo lo revuelve, despedaza y pone a aparear. La Tierra es la Gran Sodomita Universal que pone en contacto reinos disímiles, que nos recuerda constantemente la farsa llamada “identidad”. Antonin Artaud, el actor de la Vida y poeta demente, propuso un nombre para esa Vida que nos vive, para ese cuerpo no endurecido que también somos: CsO o “cuerpo sin órganos”. Años más tarde un par de muchachos franceses popularizarán la idea de Dios o la Tierra como gran CsO, a la par que una abuela yanqui comenzará a pensar lo que luego llamaría Chthuluceno: ese espacio a/morfo, rizomático o tentacular donde todo lo existente se des/compone, a la manera de un baile eterno o del fuego de Heráclito que no cesa de jugar consigo mismo.

Pero basta de referencias grandilocuentes, esta es nuestra primera y última estación de viaje. Nadie logrará arrebatárnosla. Las indicaciones, como es de esperarse, se vuelven confusas. En kairós no se sabe sobre qué estrato de la Tierra nos hallamos. Somos niños vagabundos en busca de un hogar perdido. Gamines ontológicos. Sin embargo, una vez alcanzada la demencia o esquizofrenia característica de la meditación del Buda, es posible discernir cada estrato imbricado sobre el otro en la Gran Sodomita Universal:

El estrato físico-químico, con moléculas jugando y librando batallas entre ellas, componiendo y descomponiendo preciosos cristales.

El estrato orgánico, con sus danzas incansables entre nucleótidos (ADN y ARN) y aminoácidos, fuente de las proteínas y, por ende, néctar de la organización de toda la vida biológica sobre la Tierra.

El estrato aloplástico o antropomorfo, esa suerte de tecnoceno caracterizado por ser una fuerza capaz de modificar radicalmente su medio, su exterior, a través de lo que a menudo se denomina lenguaje y técnica, cuestión que se suele identificar con lo humano, pero lo cierto es que lo humano y lo no humano son quienes lo habitan, aunque a veces lo humano pretenda pastorearlo o domesticarlo.

 Y en medio de esa pretensión se forman otros dos estratos: el faloceno y, según enseña Cronos, el más reciente capitaloceno.

Si no poseyéramos la distinción y claridad del Buda confundiríamos los estratos aloplástico, faloceno y capitaloceno con el llamado “Antropoceno” o Época del Hombre, en la cual una indiferenciada humanidad ha devenido fuerza geológica (¡¿cuándo no lo ha sido?!). Tampoco podríamos discernir que todo acontece en el gran Cuerpo sin Órganos de la Tierra y reintroduciríamos las envejecidas dicotomías naturaleza/cultura, humano/animal, masculino/femenino y otras aberraciones “antinaturales” por el estilo que, como demonios espectrales, no dejan de condicionar nuestras vidas diarias. Porque, en efecto, esa naturaleza que no es la Tierra se tiende a ver como una fuerza arrolladora que castiga al ser humano dado su brío posesivo y dominador. ¿No suena esto a un típico castigo del Dios Padre judeo-cristiano, pero invertido? “Pachamama, no los perdones porque saben lo que hacen”, así reza la inversión perfecta, la voluntad agustiniana del siglo XXI, el neoconservadurismo de todos los días. No, los desastres “naturales”, virus y bacterias no son la expresión de una madre colérica ante la rebeldía de sus hijos. Madre que en realidad es la madre del Padre, su contracara o envés.

Tomemos el caso de un virus, uno cualquiera, sin corona ni soberanía. Un virus es la máxima expresión del cruce entre los estratos físico-químico y orgánico en el CsO de la Tierra. No se encuentra ni vivo (orgánicamente hablando) ni muerto. No es una célula, pero tampoco un cristal. Es información (ADN o ARN) en continua mutación con una protoestructura lipídica (grasosa) y de proteínas, esencialmente obtenida de las células a partir de las cuales se replica. Los virus son los culpables, en buena parte, de la diversidad genética que compone los cuerpos orgánicos, sean humanos o no, lo cual ha posibilitado, a su vez, su adaptación. No son existencias arcaicas, fósiles vivientes, sino acorazados paquetes de información que respetan algunos de los principios de la biología evolutiva sin ser entes orgánicamente vivos.

Los virus no son “parásitos”, como los biólogos acostumbran interpretar. Desde el punto de vista de cada virus, él simplemente busca componer su cuerpo con el cuerpo de cierta célula para replicar nuevos cuerpos que, a su vez, difieren de sí mismos. Algunas células rechazan la cópula sodomita, pero otras no se resisten a sus encantos, frenan la apoptosis (muerte programada) y hacen un cuerpo común. A través de ese nuevo cuerpo viro-celular la célula se reproduce y los virus se replican o iteran, es decir, se alteran en la continua repetición. En el caso del virus rey por estos días, el coronavirus Covid-19, esos nuevos cuerpos resultan entrar en relaciones de descomposición con los demás cuerpos que componen en el cuerpo humano, pero no necesariamente es así. Los virus han sido para los humanos, al igual que las bacterias (por ejemplo, las que componen la flora bacteriana) fuente de potencia, de vitalidad. El baile de la Vida es en buena parte impredecible, pero sin el caos no habría cosmos posible.

Ahora bien, ¿qué cuerpos mueren y qué cuerpos sobreviven a las bacanales entre el Covid-19 y las células que no se resisten a su llamado de amor? Cuerpos con particularidades físico-químicas y orgánicas, por supuesto, pero también aloplásticas, falocénicas y capitalocénicas. El Covid-19 no se replica solo en dos estratos, lo hace en un mundo donde los animales llamados silvestres y domésticos se producen y circulan guiados por la ley del Capital, que no es otra cosa que la continua reorganización de cuerpos y de límites entre la vida y la muerte dada la prisa por inaugurar nuevos ciclos de acumulación o proliferación indefinida de valor. En otras palabras, el Covid-19 no se puede abstraer de los dispositivos especistas que actualmente se encuentran al servicio del Capital y que tienen un papel activo en la proliferación de esta y muchas otras epidemias y pandemias: “gripe porcina”, “gripe aviar”, “vacas locas” (causada por priones), Ébola, VIH, etc. Pero tampoco se puede abstraer del faloceno o estrato patriarcal, el cual inauguró, de diversos modos, la producción de “naturalezas baratas” y la posibilidad de su posesión, empezando por los cuerpos de las mujeres y extendiéndose a todos los seres históricamente “naturalizados”: niños, indígenas, proletarios, dementes, perversos, lumpen, animales, plantas, ríos y bosques. Faloceno y Capitaloceno son los estratos de Dios Padre, en ellos mueren prematuramente, sobre todo, los de siempre, y se genera la ficción de que las propiedades aloplásticas (técnicas) no son sino instrumentos para el control de la Tierra. No es casual, pues, que las tecnologías de disciplinamiento y control adquieran un papel protagónico en estos tiempos de “crisis”.  

Este viaje, de repente, se ha tornado demasiado largo, algo pesado y tedioso, temo no poder retornar. Ya no estoy en la capacidad de continuar. La voz teórica se empieza a apropiar de la experiencia en medio del kairós, y de eso ya tenemos bastante, lo cual está muy bien. Te propongo que inicies tu propio viaje al centro de la Tierra, y que juntos organicemos las fuerzas y compongamos las alegrías para el presente por venir.

Iván Darío Ávila Gaitán

Una Anémona de Mar

Año 0 d.C.

Adenda aclaratoria a “Viaje al centro de la Tierra”

Ayer discutí diferidamente el texto “Viaje al centro de la Tierra” con una amiga versada en el tema, a quien conocí el año pasado en la UNAM. En términos generales le gustó, le pareció refrescante ver la cuestión desde un lugar no meramente técnico, sin que eso implique abandonar cierta rigurosidad científica. Ella me explicó que aunque coloquialmente Covid-19, Coronavirsus, SARS-CoV-2 y 2019-nCoV se utilizan de manera indistinta para hacer alusión al virus asociado a la actual pandemia, Covid-19, en sentido estricto, es el acrónimo que se le ha dado a la enfermedad: la coronavirus disease 2019 o enfermedad por coronavirus que aparece en el 2019, enfermedad asociada al virus SARS-CoV-2, inicialmente denominado 2019-nCoV (“nuevo Coronavirus del 2019”). En síntesis, usar como sinónimos SARS-CoV-2 y Covid-19 es como confundir el VIH con el SIDA. Mi amiga me decía que era un simple tecnicismo, que no cambiaba nada sustancial del artículo, pero contrario a lo que ella pensaba yo creí que sí. Si algo he aprendido de los colectivos y redes que trabajan en torno al VIH-SIDA es la necesidad de concebir los virus de una manera no “patologizante”, pues no solo se puede co-existir con ellos, sino que todo el tiempo lo hacemos y, como puse de manifiesto en el artículo, se trata de entidades con una potencia vital orgánica nada despreciable, la cual ha contribuido a la diversificación genética de innumerables seres orgánicos. En ese sentido, ya en ese nivel aparentemente técnico, se libra una contienda política, que es de “política ontológica” pero que tiene consecuencias en los modos en los que nos relacionamos diariamente con nuestros propios cuerpos y con lo demás. Patologizar los virus es el primer paso para una concepción militarista de nuestra relación con ellos y que se extiende a los seres vivos asimismo patologizados, no es casual la brutal quema de pangolines, abandono de gatos, asesinato de murciélagos, apedreamiento de casas de gente con la Covid-19, sinofobia/xenofobia, etc. Siendo así, he decidido agregarle esta adenda al artículo y cambiar Covid-19 por SARS-CoV-2. En cualquier caso, SARS-CoV-2 no resulta del todo satisfactorio, ya que literalmente significa “Coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave”, lo cual agota/acota la potencia vírica al ligarla a una eventual enfermedad humana. Spinoza veía en este tipo de conceptos categorías “trascendentes”, que extrapolaban el punto de vista humano y evitaban la construcción de nociones y cuerpos comunes.* El llamado, entonces, es también a la producción de nuevas figuraciones a través de las prácticas científicas para un mejor mundo común.** 

Abril 08 de 2020

*Spinoza habla de términos (no categorías) trascendentales y de nociones universales. Aquí, adrede, escribí “categorías” en la medida que hacer referencia al virus con uno u otro nombre técnico implica una clasificación. Las categorías tienen una función clasificatoria, jerarquizadora, etc., con una larga historia en la teología y la filosofía occidentales, pero -sobre todo desde Kant y sus “categorías del entendimiento”- han pasado por un proceso de secularización y cientifización. Por otro lado, escribí “trascendentes” ya que se trata de clasificaciones (“categorías”) que se “salen de”, que no se “quedan en” la situacionalidad y relacionalidad de los cuerpos. Se trata de una apropiación de Spinoza atravesada por la lectura de Deleuze y ciertas epistemologías feministas.

**El objetivo, entonces, no es encontrar el nombre correcto o exacto, sino fabricar «figuraciones» que tengan que ver con la situacionalidad y el devenir de los cuerpos. La objetividad, tal y como se asume en la práctica científica dominante, tiende a obviar ese asunto.