Semiótica y biomimesis. La escucha de la naturaleza

por Carlos Hugo Sierra |

Fuente: Neijing Tu. Diagrama del paisaje interior.

(I)

Si se concede (en algún instante de abandono de toda constricción lógica), dar rienda suelta a nuestra atolondrada imaginación, la dejaría volar lejos, hasta el confín más remoto de lo conocido, a los mismísimos pies del monte Tomaro, donde una olvidada deidad ctónica solía campar por sus anchas en aquellos dominios que ahora se hallan empapados de la tonalidad nostálgica que suele envolver a lo que se ha perdido en las entrañas disolventes del tiempo. Allí se alzaba un majestuoso roble cuyas hojas, mecidas por los caprichosos soplos de viento, susurraban discretamente la voluntad de Zeus. En aquel misterioso solio oracular de Dodona, se debía guardar una atención silenciosa a los ramalazos de aire (en cuanto que apertura espiritual desprovista de comprensión o de análisis), ya que desvelaban un gozne con lo que tiene reservado la exterioridad inaccesible, con el acontecimiento trascendente que se eleva más allá del entendimiento humano.

Digo esto para mostrar que la exterioridad natural, algo radicalmente oscuro que no repara en nuestra existencia al permanecer impasible en “la gran soledad”, habita y se establece, sobre todo, en la lejanía abismática del «acá». Como inagotable fuente de sentido ha ocasionado históricamente en los hombres espesores íntimos de sí, una hondura de concentración anímica que, tradicionalmente, fue representada por bellos e inauditos paisajes interiores atravesados por cascadas, arroyos o ríos reservados, por riscos y montañas imposibles, o por constelaciones celestes cuyo centelleo se proyectaba bajo la piel. El ser, en resumidas cuentas, adquiría una densidad palpable a través de estos desbordantes diagramas cosmográficos (como el Neijing tu -內經圖- o el Xiuzhen tu -修真圖-) que se tenían, al mismo tiempo, por escenografías edificantes de la fisiología espiritual humana.

De esta forma, la pujanza simbólica de lo natural, al repercutir, penetrar y extenderse, aprovechando el sigiloso poder de las corrientes aéreas, en la inmanencia corporal, avivaba en el hombre el oculto presentimiento (Novalis ya nos lo advirtió en su célebre fragmento dedicado a la Naturaleza –Die Jünger von Sais-) de estar rodeado de una lenguaje cifrado, ya sea visto u oído, que se encuentra impregnado en todas partes: en las plantas, animales, rocas o estrellas. Pero, habrá que recordar (¿es realmente necesario?) que no todos tenían acceso a las claves maestras para su comprensión.

Se dice que, desde la remota antigüedad mítica, el hombre iniciado, el poseedor de un don excepcional o el dotado de una vasta sabiduría, conocía al dedillo el sonido de los pájaros (algo que, por lo demás, constituye un tópico que se encuentra presente en prácticamente todas las manifestaciones del folclore indoeuropeo). Todavía me vienen a la memoria, como si fueran chispazos de repentina lucidez, prodigiosas evocaciones que se hilvanan con las viejas y placenteras lecturas de la obra de Marius Schneider o la de Robert Graves y sus exploraciones, dentro de la tradición druídica, del alfabeto de los árboles, asunto al que, por cierto, se le ha dado otra vuelta de tuerca y ha cobrado un inusitado interés con las fascinantes investigaciones de Peter Wohlleben, Stefano Mancuso, Suzanne Simard o David George Haskell. Sospecho que en esta comprensión descubierta y sin matices de lo boscoso subyace un poso de anhelo contemplativo y un espíritu de entrega descubierta a lo que uno va encontrando. Sin altivez y sin más pretensión. Como cuando Pessoa venera «el crepúsculo o el reflejo de la luna, con el deseo de que el momento quede, pero sin que sea mío salvo en la sensación de haberlo vivido».

Y todo ello, con el transcurrir reposado y paciente del tiempo, va forjando una impronta tan singular en la mirada, en el oído y en el corazón que únicamente intrépidos «argonautas del espíritu» (Nietzsche dixit) como Hermann K. Hesse pueden elevarlo a la expresión con una clarividencia incomparable.

Bäume sind Heiligtümer. Wer mit ihnen zu sprechen, wer ihnen zuzuhören weiß, der erfinden die Wahrheit. Sie prognostizieren nicht Lehren und Ideen, sie prognostizieren, um das Einzelne ohne das, das Urgesetz des Lebens.

Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos y sabe escucharlos, descubre la verdad. Ellos no predican doctrinas ni recetas. Predican, indiferentes al detalle, la originaria ley de la vida.

 

Fuente: Dolmen Sorgiñetxe (Álava, País Vasco). Basotxerri.

En otras latitudes ocurre lo mismo. En culturas cuyas raíces se pierden en la noche de los tiempos, como la de mi tierra vasca, todavía se
posee un sólido lazo invisible con la colosal montaña (mendia), con el espeso bosque (basoa) o con la granítica piedra (harria). Cada roca que emerge y sale al paso del caminante que incursiona en las cumbres de Aizkorri, en las profundidades de los robledales del Gorbeia o en las densas espesuras de la selva de Irati, se muestra con una fuerza única, una personalidad particular forjada con el perpetuo poder moldeador y erosivo de los elementos. De ahí que se escuche lo que de enigmático dice la piedra con la sensibilidad del tacto y, en ocasiones, con el alzamiento de su mole, en una especie de abrazo elemental que nos vincula con el substrato terrestre (revelándose así un origen común) y nos conduce, además, a una época atávica de la que el propio tiempo ya no guarda recuerdo alguno. Valen aquí las oscuras palabras de Juan Manuel Uría sobre lo que no tiene explicación.

Harri-jasotzailea, harriez inguratuta dago, eta taupada sentitzen ditu, bizirik sentitzen ditu. Harriak ba al du arimarik?, galdetzen dio bere buruari erretorikarik Gabe. Nire arima harria da, erantzuten dio bere buruari. Berak hórrela sentitzen du, harri, harritsu, bere zain zabaletan barrena doan odol beltz eta zurizko harritza.

El levantador, rodeado de sus piedras, las siente latientes, vivas. ¿La piedra tiene alma?, se pregunta sin ninguna retórica. Mi alma es piedra, se responde. Él la siente así, piedra, pedregosa, pedregal de sangre y blanca, recorriendo sus anchas venas.

 Hasta el mismísimo Johann Wolfgang von Goethe, esta vez alzando su vista a las alturas celestes y bajo la inspiración de Luke Howard, a la sazón conocido como el «padrino de las nubes», encontraba que éstas erraban y se metamorfoseaban por el firmamento como seres animados que evolucionan y se ajustan en función de las condiciones y de los arrebatos telúricos de la tierra y de su poder de atracción. A sus ojos, el cielo componía un lienzo caprichoso y pasajero donde los trazos dejados por las estelas y maniobras nubosas (junto con toda su comitiva acústica de truenos rugientes, silbantes ráfagas de viento o acompasados tintineos de lluvias repentinas) representaban a la propia naturaleza en constante transformación.

Nimbus

Nun laßt auch niederwärts, durch Erdgewalt

Herabgezogen, was sich hoch geballt,

In Donnerwettern wüthend sich ergehn,

Heerschaaren gleich entrollen und verwehn. –

Der Erde thätigleidendes Geschick!

Doch mit dem Bilde hebet euren Blick!

Die Rede geht herab, denn sie beschreibt;

Der Geist will aufwärts, wo er ewig bleibt.

Nimbo

¡Deja ahora que baje, por el poder la tierra

atraído, lo que en lo alto se acrecienta,

que furioso en truenos se disuelva,

igual que las legiones perecen dispersas…!

¡El rostro apenado de la tierra activa!

Pero si acaso levantáis la vista…

Las palabras disminuyen, pues tan sólo describe:

el espíritu quiere subir a donde para siempre se vive.

Fuente: Robert Flud. Utriusque Cosmi, II (1619). Wellcome Collection Gallery

 

(II)

 

De lo que se habla «aquí» es que la escucha profunda de la naturaleza, aquella que se engendra con todos los sentidos, supone un esfuerzo de salirse del útero metafísico desde el que se construye nuestro «infalible» mundo e interpelar al misterio congénito que se muestra «ahí» sin que alcancemos jamás una comprensión total y acabada. Es, en cierta forma, también volver sobre nuestros pasos y retornar al silentium, esa «zona zaguera de la inteligencia» que decía Plotino (y tantos otros) en la que el ego abandona su soberanía para dar paso a un contacto desnudo con el irreconocible sustrato que nos da origen, a una abertura carente de palabras hacia lo intangible y lo in-aparente que nos acoge y sobrepasa. En definitiva, no habrá auténtica y genuina escucha si el hombre persiste en solazarse de la misma petulante auto-contemplación con la que Nemesis condenó a Narciso, ya sea, llegados a la modernidad, en forma de exaltado extravío entre laberínticos solipsismos racionalistas o, por el contrario, bajo el obsceno éxtasis de ensimismamientos materialistas.

Fuente: Arcimboldo. Tierra (1566).

 

(III)

 

…Y cuando la «flamante» biomimesis se arrima sigilosa a la naturaleza, ¿qué tipo de  mecanismos ocultos desencadena? Por de pronto, el ensordecimiento acarreado por el aislamiento racional del mundo. Y con ello, el abandono del grandioso caleidoscopio de percepciones que se propaga a través del conducto auditivo, la renuncia de todo el exuberante trasfondo de realidad anterior a la composición abstracta que nos asienta en el seno terrestre. Definitivamente, ante el ocaso del «oculus cordis» el hombre se consuela con abrazar, henchido de fe ciega, el supuesto poder redentor del «oculus mentis». De hecho, si por alguna característica extrapolable o por una analogía suficientemente elocuente me atrevería a identificar la biomimesis es con aquellas configuraciones ópticas engañosas con que se ilustran los descubrimientos de la experiencia perceptiva hallados por la corriente gestáltica de principios del siglo XX (a los que se podría añadir también los trampantojos imposibles de un Escher, Dali o Magritte). En todas estas imágenes subyace una especie de señuelo provocativo dirigido a la mirada, ocasionado por una refinada simulación creativa que juega con la apariencia y el fondo. Este vívido nexo asociativo que tímidamente se asomaba por el horizonte de mi intuición ha ido consolidándose con el transcurrir del tiempo, cada vez que participaba en encuentros, charlas o coloquios sobre este asunto. Los auditorios legos salen de estos eventos, en su gran mayoría, entusiasmados con la interminable retahíla de espectaculares «ejemplos aplicados» que ofrece la biomimesis, casi con la misma fascinación de quien contempla un insólito acontecimiento sobrenatural o, haciendo nuestra la conocida metáfora de Bernard le Bouvier de Fontenelle, de quien asiste embobado a un fastuoso repertorio operístico. Y al parecer, estas sugestivas demostraciones son suficientes para proveerse de la artillería necesaria con la que tener una idea meridianamente clara del asunto, hasta tal extremo que no son escasos los que, con una audacia temeraria difícil de contener, aciertan a atisbar en un futuro cercano una esplendente naturaleza-réplica «biomimetizada» que redima al hombre de las consecuencias fatales de su acostumbrado y previsible accionar en el mundo o que, cumpliendo el anhelado deseo de Francis Bacon, le devuelva a aquél al «paraíso» terrenal perdido. No obstante, cuando uno afronta el desafío de ir más allá y profundizar en los entresijos de este enfoque, la claridad adquiere tonos más opacos y mortecinos, semejantes a los cuadros de Arnold Böcklin, Caspar David Friedrich o Hugo Simberg, en la medida en que nos sumergimos en un entramado de principios incipiente, cuyo rumbo es todavía incierto, sinuoso, lleno de elusiones, opacidades, fantasías y grandilocuencias.

Fuente: Stickybot. Biomimetics and Dexterous Manipulation Laboratory (Stanford University). Wikipedia.

Está claro que esta vertiente, digámoslo así «espectacular», de la biomimesis posee el efecto de hacer que a muchos entusiastas y apologetas «los árboles no les dejen ver el bosque». Porque, a mi entender, lo trascendental en este enfoque no consiste en un supuesto advenimiento de una «revolución epistemológica» cuyos presupuestos, a decir verdad y si nos tomamos la molestia de analizarlos con cierto detenimiento, son ya viejos conocidos de la historia intelectual de Occidente, desde el omnipresente Aristóteles en adelante. Tampoco sería muy razonable hacer descansar todo el edificio biomimético sobre esta desaforada e inexplicable (si nos atenemos, claro está, a lo acontecido en este último siglo y medio) confianza en el avance tecnológico y en la ingenierización de la existencia que, hoy en día, invade a «disruptores» de toda índole, como si el sentido la vida misma obtuviera cumplida satisfacción con la mera y simple reducción pragmática-instrumental. Y, por supuesto, considero que existe una clara pretensión de entrever más en esta propuesta, tal y como está formulada, de lo que puede ofrecer cuando se cree encontrar en ella las claves para tambalear las bases profundas de un modelo económico que nos ha traído a esta situación, siendo más bien, y aquí habría que volver a releer a K. Marx (algo que, por cierto, casi nadie se molesta en hacer), una de las máscaras más deslumbrantes con las que se transforma y se expande. En resumidas cuentas, nos hallamos ante una manifestación prototípica de ilusión óptica, de trampa escópica, de espejismo desorientador que, aprovechando la potencia evocadora que atesora el discurso tecno-científico para crear un imaginario ético difuso, cándido y sensiblero en torno a lo natural, modifica eficazmente el foco de atención, oculta a nuestra conciencia crítica lo que se pergeña entre bambalinas.

No creo estar diciendo una perogrullada al evidenciar que, tras un periodo de novedad embriagadora y despejado ya todo boato y oropel, la biomimesis se encuentra en una verdadera encrucijada. Al fin y al cabo, la cuestión esencial a la que nos remite, parafraseando a Martin Heidegger, es la de siempre: la de «si poseemos oídos para escuchar» lo que se encuentra «ante nosotros»…«en nosotros».