Entrevista a Maria Luisa Eschenhagen

«Somos hijos e hijas de una episteme de época, de unas formas de conocer muy particulares. Nuestros abuelos y abuelas, por ejemplo, no pensaban como pensamos nosotros hoy en día, y, por lo tanto, no tenían incorporada la idea de “desarrollo”, la cual se fundamenta en unas formas muy concretas de argumentar, justificar, legitimar y teorizar»


Conversamos sobre epistemología ambiental y ecología política con Maria Luisa Eschenhagen, profesora e investigadora de la Universidad Pontificia Bolivariana. A continuación, compartimos una parte de la entrevista, la cual será publicada en su totalidad en el volumen 1, número 2 de la Revista Internacional de Epistemología Ambiental Cosmotheoros.

Atendiendo a la orientación de los programas universitarios en Colombia, ¿desde qué punto de vista la universidad, bajo el modelo de emprendimiento que se impone en la actualidad, puede convertirse en un espacio de reflexión crítico sobre los problemas y la complejidad ambiental? ¿Cuáles son los principales obstáculos para llevar a cabo este proceso?

El primer tropiezo tiene que ver con el concepto de “emprendimiento”. Este concepto es bastante problemático porque se encuentra enmarcado en un contexto en el que prevalece la búsqueda  predominante de lucro y la mercantilización de la vida. Pero la vida no es una mercancía. Por eso pienso que es muy complicado que se pueda llevar a cabo una reflexión crítica a partir de la idea de “emprendimiento”. El emprendimiento supone, entre otras cosas, la simplificación, homogenización y fragmentación de la realidad para poder extraer la mayor rentabilidad posible.

Y aquí quiero ser enfática para que no se genere confusión: a través de la idea de “emprendimiento” no es posible, de ninguna manera, llegar a comprender la complejidad ambiental. Por eso es tan importante comprender las causas de la problemática ambiental. Las soluciones instrumentalistas y mercantilistas han demostrado ser inadecuadas… desde el punto de vista social y ambiental. Desde 1987 estamos hablando de “desarrollo sostenible” y desde entonces no se han presentado mejoras sustanciales.

Si uno estudia los Informes sobre la situación socioambiental, la prensa y las realidades de los territorios, lo que uno puede ver es que esto va de mal en peor. Todos los gobiernos están, desde hace décadas, detrás del desarrollo sostenible, y ahora los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS), etc., pero no hay mejoras concretas ni reales. La idea de “emprendimiento” como digo, está incrustada en esa episteme que instrumentaliza, homogeniza y fragmenta el conocimiento, y que se origina desde – y para – un sistema insustentable al cosificar el mundo y no ser capaz de pensar desde la vida.

Por eso es muy importante que seamos conscientes de los conceptos que utilizamos para nombrar y analizar la realidad. Hay palabras que se convierten en un cliché, en una moda, y creemos que tenemos que asumirlas porque su uso es corriente y común, pero desconocemos, voluntaria o involuntariamente, su origen. Y desconocer esto encarna un peligro. Insisto, como señala el pensamiento ambiental – particularmente el de Enrique Leff, quien critica de manera enfática esta episteme en la que se enmarca el emprendimiento – que es necesario conocer a profundidad las raíces y los contextos desde los cuales emergen los conceptos.

En otras palabras, hacer una arqueología de las nociones con las que nombramos y analizamos la realidad. Cuándo, dónde, por qué y quiénes utilizan estos conceptos y, lo más importante, quizá, con qué fines, para qué. Miremos por ejemplo los conceptos de soberanía y seguridad alimentaria. Una cosa es hablar de la seguridad alimentaria, que tiene que ver con la idea de que los gobiernos provean de alimentos a la nación, independientemente de donde provengan, y otra muy distinta es la idea de soberanía alimentaria, que tiene que ver, más bien, con que los campesinos y campesinas, y la nación en general, sean soberanos y autosuficientes en términos alimentarios. Por eso es tan importante saber de dónde vienen los conceptos para no caer en análisis superficiales y en ingenuidades inoficiosas que nos introducen más y más en la crisis. Y esto es particularmente importante en el contexto universitario. Por eso la reflexión epistemológica debería ser transversal a la formación universitaria tanto para programas de pregrado como de postgrado y en todas las carreras.

Podría decirse que el concepto de “emprendimiento” pone de presente una suerte de contradicción entre educación y vida que se sostiene, precisamente, por esa escasa, si no es que nula, formación epistemológica en las universidades. ¿Qué factores cree usted que explican esto?

Somos hijos e hijas de una episteme de época, de unas formas de conocer muy particulares. Nuestros abuelos y abuelas, por ejemplo, no pensaban como pensamos nosotros hoy en día, y, por lo tanto, no tenían incorporada la idea de “desarrollo”, la cual se fundamenta en unas formas muy concretas de argumentar, justificar, legitimar y teorizar. Sin embargo, es importante entender que conceptos como “desarrollo” y “emprendimiento”, entre otros, se configuran a través de procesos históricos de larga duración. Nosotros somos la consecuencia de una forma de pensar y conocer, de un orden discursivo específico, que justifica y condiciona a la vez nuestro actuar. Me estoy refiriendo, como seguramente ya se haya podido inferir, a la “modernidad”, un proceso que lleva configurándose más de 500 años. Lo que somos hoy es el resultado de esa episteme moderna que privilegia lo que ya mencioné anteriormente: la simplificación, homogenización y fragmentación del conocimiento que, como señala Enrique Leff, promueve la cosificación y economización del mundo convirtiendo la vida en un objeto cuantificable, medible, predecible, controlable y por ende explotable.

Pero lo que nos (de)muestra esta coyuntura del virus del Sars-Cov-2 es precisamente todo lo contrario: no podemos predecir ni dominar la vida. Las ciencias de la complejidad insisten justamente en esto cuando hacen referencia a la incertidumbre, la impredecibilidad y la aleatoriedad de la vida. Sin embargo, estas ideas no se entienden ni se asimilan tan fácilmente. La “planificación”, producto de ese marco epistemológico moderno, pretende ofrecernos precisamente una supuesta seguridad de poder predecirlo y controlarlo todo. Por eso, no es tan sencillo introducir la reflexión epistemológica en las universidades, no solo porque no queremos renunciar a las comodidades que nos ofrecen ciertos marcos epistémicos, sino porque hacerlo implicaría incorporar otras formas de ser, de estar y de habitar que son incompatibles con los objetivos propios del desarrollo.

El discurso medio ambiental, tanto el académico como en general, maneja una retórica que tiende a neutralizar en muchos casos la capacidad crítica ¿cabría afirmar que, en cierta medida, los argumentos y premisas que nutren el imaginario ambiental en los escenarios de la esfera pública, como las propias universidades, están atravesadas por marcado eco-populismo?

En el marco de la universidad, que es en lo que quiero hacer énfasis, se tiene una concepción de la educación ambiental muy ambigua porque se suele creer que ésta sirve “para” algo. Pero esto no es educación ambiental, pues esta no sirve, por ejemplo, para arreglar este o aquel problema. La educación ambiental no es un conjunto de técnicas ni un decálogo de conductas para solucionar un problema. Y aquí quisiera recordar una frase de Paulo Freire a la que cada vez vuelvo con más fuerza. Para el filósofo y pedagogo brasilero la educación no cambia al mundo, sino que cambia a las personas y serán ellas las que van a cambiar el mundo. Se suele pensar en la educación ambiental como un instrumento para poner en práctica algún proceso o proyecto, pero esto, a mi juicio, está lejos de ser educación ambiental.

Para mí la educación ambiental es comprender el problema. En la medida en que comprendemos el problema, en esa misma medida nos vamos transformando, porque nos empezamos cuestionar nuestra forma de ser y estar en el mundo: quién soy y cómo me relaciono con el ambiente. Y a la vez según esa relación y comprensión se propondrán estrategias y soluciones específicas. Esa debe ser la función de la universidad: no solo la de ofrecer instrumentos técnicos para resolver problemas, sino también la de promover la reflexión teórica, filosófica y epistemológica sobre nuestro lugar en el mundo. El problema es que en este contexto neoliberal se instrumentaliza a la universidad, cada vez más, en función de las necesidades del mercado y no de la vida. Por eso los discursos, a pesar de tener un tinte “verde”, no dejan de estar alineados con el mercado y con las disposiciones tecnológicas para seguir instrumentalizando la naturaleza y mercantilizando la vida. La educación ambiental que se imparte en las universidades no está reflexionando sobre las causas de los problemas ambientales, sino ofreciendo paliativos que solo buscan corregir los síntomas, pero no superar las causas.

Estamos en una sociedad competitiva que nos empuja cada vez más a los ritmos y velocidades del mercado y a la consecución de resultados inmediatos. Miremos el siguiente ejemplo. Cuando estamos redactando un proyecto de investigación generalmente nos piden indicar cuáles van a ser los resultados concretos, medibles, que vamos a obtener a corto y a mediano plazo. Pero en el caso particular de las ciencias sociales, en muchos casos no es posible obtener resultados en el corto plazo, porque se trata de procesos más largos y complejos, y pocas veces medibles.

Hoy en día impera un modelo de universidad que quiere mostrar resultados medibles y comercializables a corto plazo. Concuerdo con Carlos Maldonado cuando afirma que la civilización moderna, occidental, no es, en modo alguno, compleja, porque tiende a reducir la dimensión temporal, a diferencia, por ejemplo, de los egipcios o los mayas, que consideraban el tiempo de muy larga duración. Nuestros horizontes de tiempo son demasiado reducidos. Pensamos, si mucho, en la generación de nuestros hijos, y si acaso en la de nuestros nietos, pero en la de nuestros bisnietos generalmente ya no lo hacemos. Y hacia atrás suele suceder lo mismo. Conocemos algo de la historia de nuestros abuelos, pero no más.

Vivimos en unos márgenes de tiempo muy estrechos que nos impiden comprender la complejidad e inmensidad del universo y, al mismo tiempo, nuestra propia fragilidad, contingencia y fugacidad. Sin embargo, reflexionar también sobre estos temas resulta fundamental para poder ubicarnos, para comprender que ese utilitarismo inmediatista no solo es efímero, sino que va en contra de la vida misma. Por eso las universidades deberían ofrecernos, a aquellos que tenemos el lujo de estudiar, el espacio y el tiempo adecuados para poder pensar y reflexionar sobre estos temas, para luego poder tomar decisiones más responsables con la vida.

En mis clases me gusta hablar con mis estudiantes sobre los Premios Ig Nobel[1], porque, además de ser muy divertidos, reivindican la importancia de lo inútil y la creatividad, de aquello que no se hace con un fin o un propósito concreto. La investigación también puede y debe ser un juego, la creatividad  surge haciendo cosas inútiles y divertidas y que luego se les encuentra tal vez sentido. Pero la universidad hoy en día está neutralizando la creatividad y la capacidad de asombro, con la pretensión de que seamos útiles, en un sentido instrumental, utilitarista y economicista. Y esta disposición frente al mundo tiene claramente unas consecuencias prácticas que no se pueden desconocer y que no necesariamente van a favor de la vida.

¿Cree que es posible cambiar esa disposición frente al mundo? ¿Cómo?

Es cierto que las cosas necesitan cambiar ya mismo, pero ningún cambio se logra de la noche a la mañana. Ahora bien, las imposiciones tampoco funcionan, como lo demostraron las fallidas revoluciones del siglo XX. Lo que se requiere son cambios mucho más profundos que nos permitan comprender que hacemos parte de un todo; un cambio que nos permita superar la dicotomía moderna entre cultura y naturaleza, una dicotomía que está arraigada en nuestros marcos de comprensión del mundo y por ende también en nuestro lenguaje. A mí me convence mucho la diferencia que establece Philippe Descola entre naturalistas y animistas. Por ejemplo, mientras que nosotros, los naturalistas judeocristianos y modernos, creemos que somos diferentes a la naturaleza, los animales, porque tenemos alma o razón, los animistas afirman, en cambio, que hacemos parte de la naturaleza, que no hay una diferencia entre humanos y animales. Tanto naturalistas como animistas tienen por ende unas formas de ser y conocer muy diferentes. Por eso a nosotros occidentales nos resulta tan difícil asimilar la idea de que hacemos parte de la naturaleza. Hoy en día, hay muchos grupos que reivindican la naturaleza, pero no han podido superar aún la escisión cultura / naturaleza; es decir, a pesar de esa reivindicación siguen persistiendo muchas contradicciones e incoherencias. Como digo, los obstáculos son muy profundos y no podemos esperar superarlos ni con imposiciones, ni con soluciones instrumentales y economicistas.

Esto que menciona es fundamental porque hace énfasis en la relación, que algunos denuncian como inadecuada, entre epistemología y política. Comúnmente se suele establecer una diferencia entre las reflexiones epistemológicas y las cuestiones políticas, pero usted insiste, al igual que otros autores y autoras del pensamiento ambiental y la ecología política, en que la epistemológica es eminentemente política.

Una cosa es la politiquería y otra muy distinta es la política. La política es todo; nosotros mismos somos animales políticos. Ahora, que seamos conscientes de esto y que lo asumamos, o no, esa es otra cuestión. Que lo epistemológico sea político lo confirma el hecho de que se insista, con tanta vehemencia, en que la tecnología supuestamente es “neutral”. Esto lo constata el neoliberalismo que durante los últimos 30 años ha propagado hábilmente la idea de que la tecnología, los instrumentos, son apolíticos. Y esto es algo muy peligroso. Todos los instrumentos se construyen a partir de unas teorías, y todas las teorías están fundamentadas en unas epistemologías, las cuales, a su vez, están relacionas con unas normas y con unos valores específicos. Ningún instrumento está libre de valor. Y de esto es justamente de lo que se ha encargada la neoliberalización de la educación, de hacernos creer que la tecnología, los instrumentos, etc., no son políticos. Hemos desaprendido, que todo es político y que las epistemologías están ligadas a unas normas y a unos valores concretos.

Quienes trabajamos como docentes e investigadores debemos ser honestos con los estudiantes y establecer desde un principio cuál es la perspectiva desde la que estamos pensando las cosas, en lugar de afirmar, ingenua y peligrosamente, que el conocimiento es objetivo. Es muy importante que en las universidades se muestre la diversidad de posiciones, de perspectivas y de marcos teóricos, y lo que implica éticamente tomar la decisión de adoptar un marco teórico y no otro. Esa debería ser la labor fundamental de los profesores, demostrar la diversidad. Y esto a la vez implica que  nosotros debemos asumir y señalar responsabilidad ética que implica el conocimiento. Vuelvo de nuevo a poner el ejemplo de la seguridad y soberanía alimentaria, donde cada una implica diferentes instrumentos y la aplicación de diferentes instrumentos tendrá como consecuencias muy distintas, tan distintas que una decisión significa más o menos gente muriéndose de hambre. Cuando se toma una decisión de estas se está asumiendo, quiérase o no, una decisión ética con el conocimiento. Por eso una de las preguntas más importantes sea: ¿para qué es el conocimiento?

[1] Para conocer más sobre los Premios Ig Nobel puede consultar los siguientes enlaces: https://www.improbable.com/ig-about/ y https://es.wikipedia.org/wiki/Premio_Ig_Nobel